martes, 25 de enero de 2022

Creatividad e Innovación: imaginando el pasado y el presente

Como sucede cuando pensamos en cualquier código gastronómico, nos encontramos entre otras cosas con la necesidad de establecer con cierta claridad dónde se posiciona cada cocinero o cocinera (of chef). Esto es especialmente cierto en estos tiempos en los que definir una cocina como “patrimonial” le otorga un valor de signo importante, sea que el reconocimiento venga de la UNESCO, de las oficinas turísticas internacionales, de parte del Estado nacional, de un gobierno estatal, regional, provincial, o de los reclamos locales de algún grupo interesado en dicho reconocimiento. Cualquier profesional de la cocina en Yucatán (pero igualmente en otras regiones del país), se encuentra hoy en un dilema que le obliga a escoger su camino definido por una de dos visiones imperativas: puede identificarse con la cocina nacional mexicana envuelta por el Paradigma Michoacán desde el 2010, o tomar la dirección de la gastronomía creativa, virtud que la UNESCO ha reconocido a los chefs profesionales de Mérida desde 2019. En este contexto, Restauranteros y chefs deben definir y resignificar sus servicios posicionándose sea en un polo o en algún punto entre estas aparentemente desencontradas definiciones.

  


Mérida Ciudad Creativa. Fuente Facebook: https://www.facebook.com/yucconrumbo/photos/a.112753500959628/116397743928537/

 

Esta disyuntiva entre polos supuestamente inconmensurables se sostiene en la imaginación contemporánea sobre una oposición radical, a veces explícita y a veces implícita, entre lo “tradicional” y lo “moderno”. Es por tanto pertinente cuestionar la oposición entre “modernidad” y “tradición”. Como hemos argumentado en Modernidades locales: etnografía del presente múltiple (Ayora Diaz y Vargas Cetina 2005), estos dos términos no existen el uno sin el otro. Es con el surgimiento de la autoconciencia de ser “modernos” que la sociedad, principalmente urbana (pero no sólo), tomaba distancia de otros grupos a los que imaginaban como anclados en el pasado. Estos conservaban prácticas culturales “tradicionales”. Modernidad y tradición se articulan así con la necesidad social de clasificar y ordenar las prácticas culinarias que, intencionalmente o sin intención, las ordenan jerárquicamente. Dependiendo del contexto, del momento, y de quien juzga, algunos valoran lo “tradicional” como mejor, superior a lo “moderno” mientras otros concluyen que lo “moderno” es mejor que lo “tradicional”.

 


Cocinera tradicional mexicana. 

Fuente: https://revistabitacora.mx/cocineras-tradicionales/

 


Cocinera moderna mexicana. Fuente: 

https://www.nytimes.com/es/2017/05/17/espanol/america-latina/mexico-cocina-moderna.html

 

¿Qué quiere decir “tradicional” cuándo pensamos en las cocinas? Por lo general, lo tradicional nos remite a ideas sobre lo auténtico, lo original, en ocasiones evoca lo ancestral. Estos términos que se formulan y aplican como si fuesen solamente descriptivos de las formas de cocinar, se convierten en valores que sostienen la importancia de una forma social y culturalmente aceptada de preparar los alimentos que, por sus lazos imaginados con el pasado y por su asumida continuidad transhistórica, se convierten en auténticos, originales, verdaderos. Así, al establecer que el maíz, el frijol y los chiles existían antes de la llegada de los europeos a este continente, política y discursivamente, en el marco de un nacionalismo decimonónico, se convierten en marcadores de la autenticidad de la “cocina mexicana”. Así, la cocina pobre, del “pueblo”, se transforma en la forma deseable y virtuosa de preparar los alimentos. Lo mismo ha sucedido con el trigo, la oliva y la uva en la Dieta Mediterránea, también convertida en patrimonio de la humanidad.

 


El maíz como esencia de la mexicanidad. Fuente:

 https://www.larutadelagarnacha.mx/el-pueblo-de-maiz-expediente-nacional/

 

¿Qué queremos decir cuando hablamos de cocina “moderna”? En estos casos hablamos de prácticas de cocina que pueden referirse a lo que se conoce internacionalmente como “alta cocina”; una cocina que sigue reglas muy bien establecidas que claramente definen la estética de la comida: sus colores, aromas, texturas, sabores, y la presentación de los platos y la etiqueta para consumirlos. En esta clasificación se incluye a la “cocina fusión” como “alta” y “moderna”. Este término surgió originalmente para referirse a la integración de tradiciones culinarias europeas y asiáticas, pero hoy se usa en el habla cotidiana para describir cualquier mezcla de ingredientes culinarios (por ejemplo, si le agrego salsa de soya a la cochinita pibil, ya la hice fusión). Este es un uso que desvirtúa el sentido profesional del término, pero los importante para muchos es que lo “democratiza”. Tenemos también la “cocina molecular”. Este es un modo de integrar avances tecnológicos en la preparación de los alimentos, usando nitrógeno líquido, lecitina y otros estabilizantes químicos, antorchas, sous vide (que es un modo de cocción lenta por inmersión) y otras sustancias más que permiten transformar las texturas, los sabores y la presentación de los platillos en formas que sorprenden a los comensales (un ejemplo es la alcachofa hecha con pétalos de rosa, creada en la cocina de elBulli, restaurante ahora cerrado que en su momento fundó la fama del chef Adrian Ferrà). A estas técnicas y tecnologías cambiantes, se agrega la adopción de formas estéticasinspiradas por otras sociedades o tomadas de otros ámbitos. Así, la famosa cocina de Adrian Ferrà se ha inspirado en la estética japonesa de presentación de platillos, la de Massimo Botura que se inspira en los colores y formas de la pintura expresionista, o la Rene Redzepi del NOMA, que invoca a la naturaleza tanto en la elección de productos estacionales y locales, como en la presentación del platillo usando elementos no comestibles (ramas, helechos, piedras, conchas marinas, etc.).

 


Cocina moderna mexicana: Fuente: https://www.elclaustro.edu.mx/claustronomia/index.php/investigacion/item/192-ocho-chefs-que-hacen-cocina-mexicana-de-vanguardia

 

Esta oposición imaginada entre lo moderno y lo tradicional se usa con frecuencia para calificar cocinas en un paisaje culinario y gastronómico global. Las tradiciones y estilos culinarios y gastronómicos forman parte de un heterogéneo mercado global de cocinas étnicas, locales, regionales, nacionales e internacionales. Este importante y creciente mercado global ha favorecido la emergencia y multiplicación de escuelas de cocina y gastronomía. Esta proliferación de institutos y escuelas que forman cocineros profesionales resulta en que, cada año, muchos cocineros y cocineras se incorporan en distintos lugares a la producción y mercado de comidas. Pero se incorporan de maneras distintas, y en posiciones frecuentemente subordinadas. Para considerarse chefs “establecidos”, estos cocineros y cocineras deben de desarrollar una forma propia e identificable de cocinar, es decir, su “firma”. Pero para ello deben pasar por distintos momentos de menor a mayor reconocimiento de parte de los y las consumidoras y de las y los otros chefs. Una estrategia que les permite establecerse es la de usar sea “tradicional” o “moderno” como valores que subrayan lo especial y único de la comida que preparan.

 

En este contexto, “creatividad” e “innovación” aparecen como valores importantes: Creatividad a veces se confunde con invención, y a pesar de sus diferencias, ambas son usadas para sugerir que el o la cocinera crea algo nuevo, algo que no existía previamente. Sin embargo, esto se refiere por lo general a la creatividad. Innovación, por otra parte, se refiere a la capacidad de transformar cocinas que ya existían y adaptarlas a los nuevos gustos que se establecen entre los consumidores. Ambos implican un rompimiento con la “tradición”. Mirando a los y las cocineras de esta manera, aceptando estos valores, se acepta que lo bueno es lo nuevo, lo moderno.

Sin embargo, en la sociedad contemporánea, ésta no es la única forma de reposicionar y valorar la comida como “creativa”. Lo “tradicional” tiene partidarios radicales tanto entre cocineros y cocineras, como entre consumidores y promotores turísticos. Aunque no siempre, estos tienden a ridiculizar o descalificar las cocinas “modernas” como elitistas, pretenciosas, falsas, y tramposas. En el mercado de las cocinas esto posibilita la emergencia de lo que he estado llamando “retro-innovación”. Este término, sugerido y desarrollado por Marion Stuiver en 2006, ha sido también utilizado por Alessandra Guigoni (2013-14) en Italia para describir las estrategias locales de integración de conocimientos agrícolas tradicionales con nuevas tecnologías como estrategias para mejorar y aumentar la producción de comestibles localmente importantes. En la cocina, sin embargo, lo he estado usando para referirme al uso de tecnologías que se presumen “antiguas” para imprimir mayor valor a los platillos servidos por restaurantes. 

                                          

Tamal pib yucateco. Fuente: 
https://blog.casasenvalladolid.com/2020/09/23/descubre-el-pib-una-tradicion-que-perdura-en-yucatan/


Pib “innovador”. Fuente:
https://www.meganews.mx/yucatan/venden-pibes-innovadores-a-mas-de-3-mil-pesos-en-merida/

En Yucatán, como hemos visto en la última década, distintos restaurantes han promovido y anunciado su uso del pib para preparar, además de aquellos ya conocidos y establecidos (cochinita, pollo, algunos tamales), platillos que hasta recientemente no se cocinaban ahí (por ejemplo el escabeche de pavo). Esta estrategia de auto-representación permite marcar y promover como “tradicionales” o “ancestrales” ciertos platillos que no lo son, o no lo fueron sino hasta recientemente. Similarmente, distintos chefs enfatizan el regreso a lo local y estacional para marcar su innovación a partir de la incorporación de elementos “retro”. En Sanlúcar de Barrameda, al sur de España, por ejemplo, el Chef Rafael Monge, ha sido calificado este año por el periódico El País como “vanguardista” por haber recuperado una forma “ancestral” de crecer hortalizas (el navazo), regándolas con agua de mar (https://elviajero.elpais.com/elviajero/2022/01/20/actualidad/1642699975_755749.html). De esta forma, su cocina incorpora lo “ancestral” en la elaboración de platos modernos. Es igualmente posible tratar como formas de retro-innovación la incorporación y modificación “innovadora” de productos “indígenas” en la cocina peruana – transformación examinada por Raúl Matta (“Recipes for Crossing Boundaries: Peruvian Fusion”, en Steffan Igor Ayora-Diaz, ed. Cooking Technology 2016) y cuestionada por María Elena García (Gastropolitics and the Specter of Race, 2021) como una apropiación colonialista de lo indígena; es decir, convirtiéndolo en “retro”.

Navazo Sanluqueño. 1956-57. Fuente:

http://navazos.blogspot.com/2015/05/los-navazos-sanluquenos-patrimonio.html

 

Desde la antropología es necesario reconocer que el significado de las prácticas, los ingredientes, las técnicas, las tecnologías, cambian con el tiempo y con el grupo social del que hablemos en un contexto dado. Debemos reconocer también que los términos adquieren un sentido valorativo que es utilizado estratégicamente para posicionar o reposicionar la cocina de una escuela gastronómica, los platillos de un establecimiento, y juegan un papel importante en la configuración de las identidades étnicas, locales, regionales, nacionales y cosmopolitas entre las y los consumidores – identidades que no podemos entender como excluyentes la una de la otra.


Esta entrada del blog se basa en y extiende mi participación en el conversatorio "Creatividad e innovación: pasado y presente" llevado a cabo el lunes 17 de enero de 2022 en el Salón del Consejo Universitario de la UADY con motivo del MeridaFest. Participaron en este evento la Dra. Lilia Fernández Souza y la Dra. Gabriela Vargas Cetina.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Un saber cuestionado: Chefs en el siglo XXI


Rosalía Chay Chuc. Serie Netflix Chef's Table BBQ. 2020


En estos tiempos se ha vuelto una tendencia desestimar los estudios de distintos profesionales: no hace falta ser ingeniero o arquitecto para construir una carretera o una casa, no hace falta ser economista para administrar los recursos de un país, los médicos solo buscan lucro, … etc. Desde el final de agosto de este año pandémico 2020 he visto críticas negativas dirigidas a dos chefs con reconocimiento internacional y nacional. Uno de ellos es Enrique Olvera del Puyol, el otro, más reciente, es Ricardo Muñoz Zurita. Este último, en un episodio de la serie Chef’s Table BBQ de Netflix se refiere positivamente a los esfuerzos culinarios de Rosalía Chay Chuc. Al día siguiente, debatió en Twitter con la Secretaria de Turismo del Estado de Yucatán, reclamándole no apoyar la cocina y cocineras tradicionales del estado. En los medios sociales no faltó quien le acusara de aprovecharse del trabajo de otros, o quienes lo acusasen de “pretencioso” y de ser “Whitexican”. No es mi intención defenderlos a ellos, ya que la gente que come en sus negocios puede hacerlo o no. Tampoco voy a escribir la defensa de una profesión. Ya muchos lo han hecho. Lo que quisiera es en todo caso contribuir a entender que de la misma manera que hacer camino al andar no es lo mismo que construir una carretera, ser cocinera o cocinero y cocinar, por muy rico que esté, no hace a alguien chef, ya que este debe tener un certificado de escolaridad en gastronomía. 


Marie-Antoine Carême

 ¿Por qué hay chefs? Posiblemente la historia se puede contar de muchas maneras. Tampoco voy a discutir todas esas historias. Hay especialistas de gran renombre que lo han hecho. Pero una forma lineal de verla es la siguiente: los aristócratas y la monarquía francesa tenían, en los 1700s, cocineros de gran estima y mucha habilidad preparando sus comidas diarias y festivas. La película Vatel (Dir. Roland Joffé, 2000) está inspirada en la vida y trágica muerte de este cocinero. Con la revolución francesa, los aristócratas y la monarquía perdieron la cabeza, y muchos cocineros su trabajo – la cocinera de la película El festín de Babbette (inspirada en la novela del mismo nombre de Henrik Ibsen, y dirigida por Gabriel Axel, 1987) es una respetada cocinera de un gran hotel parisino que huye por esa misma revolución hacia el norte europeo. Después de la Revolución Francesa, según distintas historiadoras e historiadores, los cocineros comenzaron a forjarse una imagen de autoridad culinaria. Marie-Antoine Carême, Auguste Escoffier, y otros, al final del siglo dieciocho comenzaron a sistematizar y codificar prácticas, fondos, distintas recetas y a producir una imagen hegemónica de la Alta Cocina y del papel del Chef en su creación. Desde el siglo diecinueve y hasta ahora, los cocineros, han sido formados en escuelas en las que la cocina se entiende como ciencia y arte al mismo tiempo. 



Escena de la película El Festín de Babette, 1987


El Chef Vatel. Celebridad quien se suicidó por no recibir el pescado para un banquete


Chef se convirtió en el titulo otorgado a un hombre que había conseguido dominar todas las técnicas y tecnologías adecuadas para producir platillos de excelencia, que podía replicar recetas fielmente, y que conocía y podía utilizar correctamente los ingredientes frescos, naturales, estacionales, y muchos de ellos de mucha estima y alto precio (trufas, caviar, quesos especiales, jamones de origen selecto, etc.). El proceso por el cual el oscuro chef de un restaurant comenzó a ser reconocido y su nombre a ser acompañado de gran estima, fue muy largo y muchas transformaciones han debido ocurrir en la industria restaurantera global. Si bien esta cocina francesa fue hegemónica y homogenizante, desde el final del siglo diecinueve esto cambió. Distintas cocinas comenzaron a reclamar ser vistas, en su diferencia, como de buen gusto a pesar de distanciarse de las reglas y valores de la cocina parisina. Vale la pena leer los libros de historia escritos por Priscilla Parkhurst Ferguson, Accounting For Taste. The Triumph of French Cuisine (2004), de Amy Trubek Haute Cuisine. How the French Invented the Culinary Profession (2000), de Jean Robert Pitte French Gastronomy (2002 [1991]), y de Rebecca Spang The Invention of the Restaurant (2001). Si acaso, esta trayectoria histórica de la profesión puede ayudar a entender el porqué de la acusación frecuente de cocinas y chefs “elitistas”, “pretenciosos”. Sin embargo, desde su aparición como profesión ha existido una demanda por una cocina espectacular, por sabores únicos, por productos de alta calidad – estos, por supuesto, definidos desde el saber profesional y las preferencias que quienes pagan. Sin embargo, las escuelas de Chef se han multiplicado y no todos encuentran (nunca lo han hecho) trabajo en los mejores y más caros restaurantes. Ante la común neofobia, muchos han elegido privilegiar sabores locales, los cuales tienen gran valor simbólico en la sociedad contemporánea. Ante la falta de lugares de empleo, muchos abren negocios en esquinas, en mercados, en food trucks. Los clientes que atienden tienen un poder adquisitivo distinto, como lo es de quien puede invertir poco dinero en su comida cotidiana y come comida de la calle. Ya Pierre Bourdieu, en su clásico volumen La Distinción (1979) ha analizado cuantitativa y cualitativamente estas diferencias.



Emplatado de Alta cocina contemporánea

 

La profesión de cocina ha sido dominada por hombres (por ello he usado esa referencia genérica en el párrafo anterior). La profesión ha sido en ocasiones misógina, y se forja en un contexto institucional en el que se promueven valores machistas – basta ver algunas de las autobiografías de chefs, como la del difunto Anthony Bourdain Kitchen Confidential(2000), o la de Marco Pierre White The Devil in the Kitchen: Sex, Pain, Madness and the Making of a Great Chef (2007). En general, las mujeres son consideradas en estos ámbitos como buenas cocineras domésticas, pero son los hombres lo que “si saben” cocinar. Los programas televisivos que se enfocan sobre la comida muestran un sesgo muy particular: cuando hablan de Chefs, son generalmente hombres los que son usados como ejemplo (ver, Chef’s Table), mientras que series como Street Food privilegian el papel de las mujeres. No creo sea parte de una conspiración, sino el reflejo de los valores y la visión acerca de las contribuciones de hombres y mujeres a la cocina. 



Traducción del libro de Anthony Bourdain al francés

 

Caveat emptor establecido, en las escuelas de gastronomía contemporánea estudian tanto hombres como mujeres. Aún si su inserción laboral es diferenciada y desventajosa para las mujeres, los y las Chefs han debido pasar por años de entrenamiento. Su misión es la de regir una cocina profesional en la que un grupo de cocineras y cocineros deben seguir sus indicaciones. Trabajan con sous chefs, profesionistas formados en escuelas que deben seguir sus indicaciones y contribuir en mayor o menor medida al desarrollo de platillos. Bajo sus órdenes esta una fila de cocineros y cocineras dedicadas a distintas tareas. La fuente de presión profesional del Chef es la de producir platillos que satisfagan las fantasías gastronómicas de sus comensales, pero balanceándolas con la sustentabilidad financiera. La serie británica Pie in the Sky (1994-1997) ilustra esta tensión entre un inspector de policía que quisiera ser chef y privilegia los ingredientes y sensualidad de la comida, y su esposa que ha encorporado los valores del audit culture y cuya racionalidad económica no le permite justificar el uso de ingredientes costosos – y quien es, ella misma, contenta de comerse un sándwich de pepino sin importarle nada de los sabores que aportaría la alta cocina. 



De la serie televisiva británica Pie in the Sky

 

Desde el final del siglo veinte y lo que va del veintiuno una ambición es la de ser reconocidos como innovadores. Deslumbrados por los logros de Ferran Adrià, Massimo Bottura, René Redzepi, entre otros, todos y todas las chefs quisieran ser reconocidas innovadoras de la cocina contemporánea. Pero no todas ni todos cuentan con los recursos para lograrlo. Otros y otras quisieran ser innovadores dentro de códigos más o menos preestablecidos, como con la cocina peruana de Gastón Acurio y Virgilio Martínez, o de la cocina mexicana como Ricardo Muñoz Zurita y Enrique Olvera. Es de llamar la atención que existan incluso manuales sobre cómo innovar y ser creativos (p. ej. Karen Page, 2017, Kitchen Creativity. Unlocking Culinary Genius – with Wisdom, Inspiration, and Ideas From the World’s Most Creative Chefs) ya que esto codifica lo que es o no innovación o creatividad y en consecuencia, paradójicamente, lo que resulta “creativo” no lo es, pues tiene que caer dentro de una serie preestablecida de parámetros.

 

Una tendencia reciente en la alta cocina mundial es el retorno a los ingredientes locales, auténticos, tradicionales, originales. Esto responde a la demanda de sustentabilidad. El gran Chef quien tiene tierras y en ellas cultiva de manera orgánica y estacional distintos vegetales; quien tiene animales que alimenta “naturalmente” y cuida de enfermedades y no les inyecta antibióticos ni hormonas; o quien tiene contacto cercano con productores locales que garantizan la buena calidad de los insumos para la cocina. Este conjunto de valores ético-políticos establecidos desde los 1980s (pero cuyas raíces en este continente se encuentran en el movimiento de contracultura proyectado por Chez Panisse – ver el libro de Warren Belasco, 1989, Appetite for Change. How the Counterculture Took on the Food Industry) conducen a muchos tipos de prácticas y niveles de compromiso con productores y productoras locales. Entonces, la valorización de las “cocineras tradicionales” o de las y los productores locales es una consecuencia con valor agregado en las cocinas. El cerdo pelón cuya carne se utiliza en algunos restaurantes, es caro pues es único, crecido de manera ambientalmente responsable, es beneficiado humanamente, y se llevan sus partes a la mesa con respeto por su pasado y su haber sido animal. Los ingredientes son manejados como se aprendió de cocineras “tradicionales”. Esto valoriza a las cocineras en sus pueblos, y la gran cocina de los restaurantes.



Alice Walters en su celebre restaurante Chez Panisse

 

Las relaciones entre lo local y lo global en la cocina contemporánea no son transparentes. Hay intereses y beneficios, tanto para quienes son cocineras y cocineros locales, como para los Grandes Chefs. En la sociedad que en las ciencias sociales y humanidades llamamos “postcoloniales”, estas relaciones son sumamente ambiguas. Encierran relaciones de poder que mantienen la jerarquía entre una “Alta” cocina y una cocina “tradicional”. Sin embargo, a nivel local, cocineras y cocineros reconocidos y certificadas son valoradas y valorizadas en el mercado global de comidas como “auténticas”, como las portaestandartes de la cocina local, étnica, regional o nacional.

 

Como dicho desde el inicio, este texto no defiende ni acusa a nadie. Me parece importante reconocer de dónde vienen nuestras prácticas y valores culturales de este momento del siglo veintiuno para ser racionalmente críticos y no solo acusadores, ni mucho menos caer en la descalificación de conocimientos profesionales, muy en boga hoy. Y, todavía, debemos reconocer que existen relaciones desiguales de poder entre las y los distintos actores sociales, relaciones más complejas que simplistas acusaciones conspirativas dejan entrever. 

 

miércoles, 12 de agosto de 2020

El gusto y su política

 El día de hoy, 12 de agosto de 2020, despierto para encontrar en Facebook una discusión alrededor de las afirmaciones del Chef Enrique Olvera, del reconocido restaurante Pujol de la Ciudad de México. La nota periodística fechada 10 de agosto de 2020, que sólo cita descontextualizadas sus declaraciones1, resalta que no tiene en buena estima a los comensales que piden limón para agregar a los platillos de su restaurante. Esto, sugiere, “Es una falta de respeto y habla peor de quien lo solicita que de quien lo niega […] Si te gusta mucho el pescado con limón, hay muchas cevicherías y marisquerías que hacen un trabajo fabuloso y que no se ofenderán para nada si solicitas un poco más”. Los usuarios de las redes sociales, prontos a linchar a quien diga algo que irrite su piel delgada, rápidamente lo han acusado de “clasista” y “pretencioso”, entre otras cosas. No es mi objetivo aquí el defenderlo – él lo hará solo o con el apoyo de sus comensales. Comienzo con este relato, pues pone en juego distintos significados de “gusto”.

Hay quienes por cuestiones religiosas, por moralismo, u otras razones consideran que “comer” es una acción banal, cotidiana. Sin embargo, desde las ciencias sociales y humanidades se realizan cada vez más estudios sobre los significados sociales, culturales, políticos y económicos ligados a la preparación y el consumo de la comida. Por ejemplo, en 2019 fue publicado un libro bajo mi edición (Taste, Politics and Identities in Mexican Food, Bloomsbury Academic), y ahora me encuentro en las fases finales de preparación de un nuevo volumen editado (The Cultural Politics of Taste, Food and Identity: A Global Perspective, Bloomsbury Academic) que examina temas relacionados en Asia, Europa y este continente (México excluido por haber sido el tópico exclusivo del volumen anterior) y que esperamos sea publicado durante el primer semestre de 2021. En estos volúmenes miramos al “gusto” desde la antropología, la historia, la sociología y los estudios culturales.

 

Volumen publicado en febrero de 2019


¿Cuáles son esos dos sentidos de gusto? En primer lugar, su sentido sensual y sensorial: en general la experiencia de los sabores es sinestésica al poner en acción a todos los sentidos para poder disfrutar una comida. Como muchos de los y las autoras muestran, lo que parece ser una experiencia individual y subjetiva, es de hecho intersubjetiva, social, cultural e histórica. No negamos las dimensiones biológica, bio-físico-química, ni psico-cognitiva, pero examinamos cómo las prácticas culinarias y gastronómicas, que comienzan en el campo y con los productores, y que terminan en la mesa con los comensales, pasan por toda una serie de transformaciones socio-culturales que conducen a la apreciación y “naturalización” del gusto en tanto que inclinación y predilección por ciertas características de la comida, incluyendo su sabor, aroma, aspecto, textura y los sonidos que la acompañan (p. ej., lo “crujiente” no es sólo textura, es el sonido que lo acompaña sea al desprenderlo de la olla que al masticarlo).

 

En segundo lugar, el gusto tiene una función política que produce y reproduce relaciones de desigualdad social: de grupo étnico, regional o nacional; de clase social, de género, de edad, o de religión, por mencionar unas cuantas. Quién se sienta a la mesa y con quién es importante, pero igualmente importante es quién no se sienta a la mesa. A quiénes se sirve qué y en que orden puede implicar jerarquías sociales y desigualdades de género. Quién cocina y quién sirve la comida, qué “necesidades” son las primeras a considerarse. En 1979 el sociólogo francés Pierre Bourdieu publicó el libro que luego sería traducido al castellano como Distinción. Las bases sociales del gusto (Taurus, 1988). Este estudio sirvió y sigue sirviendo de inspiración para estudios en los que se ilustra cómo las elecciones de las y los consumidores están influenciadas por la clase social a la que pertenecen, y que sus elecciones “marcan” los productos elegidos como “propios” de su clase social. Esto vale para la ropa, la música, la literatura, el cine, el modo de transporte, y por supuesto la comida. Entre quienes han sido inspirados por este texto se encuentran la y el autor del libro Foodies. Democracy and Distinction in the Gourmet Foodscape (Josée Johnston y Shyon Baumann, Routledge, 2010). En este libro se distingue entre dos tipos ideales (en el sentido de Max Weber) de foodie. Originalmente, este término se aplicaba a quienes elegían sus comidas como estrategia de distanciamiento social: restaurantes costosos, comidas exóticas que señalan al connoiseur,ingredientes costosos en la comida (tartufo blanco, vinagre balsámico añejado en barrica, platillos de moda), una estética artística en la presentación del plato (en Netflix uno puede ver el episodio de Chef’s Table sobre Massimo Bottura, chef y propietario de la Osteria Franciscana, donde explica como el arte de los museos ha inspirado su visión estética de los servicios en el plato. Sin embargo, más recientemente, ha surgido el foodie que busca “democratizar” la experiencia del comer: éste busca comer en taquerías o puestos callejeros, en food trucks, en lugares económicos, pero “auténticos”, o busca comer productos ultra-procesados porque el “pueblo” los prefiere. Unos presumen reconocer entre distintos tipos de champagne y aceptan que el maridaje entre comida y tipo de vino o cerveza es importante, otros encuentran (o afirman que es) irrelevante la bebida que acompaña a la comida y no encuentran diferencia significativa entre un champagne y una sidra de manzana.

 

Los chefs (como grupo de expertos) llevan casi dos siglos de esfuerzos por ser reconocidos como “artistas” y afirman que la comida es, entre muchas cosas, un arte. Por otra parte, cada grupo social afirma sus valores culturales para reconocer la importancia de la propia dieta. Sea cual sea el caso, lo importante es que existe un código culinario – si se quiere, una “gramática” – que es importante a la hora de elegir y establecer qué se combina con qué, cuándo un platillo ha cambiado tanto que deja de ser lo que refería el nombre. No es necesario ser lingüista, es más, ni siquiera es necesario saber leer y escribir, para hablar el propio o varios idiomas. Tampoco se necesita ser “chef” para cocinar. Aunque las reglas cambian con el tiempo, al menos por muchos años en Yucatán el frijol con puerco se come añadiéndole limón y chile habanero, mientras que el ibes blanco con puerco se acompaña de jugo de naranja agria y chile rojo seco molido; o la cochinita pibil se adereza con chile rojo seco y molido y el lechón al horno con habanero (aunque, insisto, las reglas pueden cambiar de grupo a grupo de yucatecos). En ese sentido, y regresando al caso del Chef Olvera, podemos regresar al texto de Umberto Eco, Lector in Fabula. Una cooperazione interpretativa nei testi narrativi (Bompiani, 1979) en el que discute el papel del que llama el “lector modelo”. Este lector modelo es casi utópico2. Al escribir un relato (diseñar un platillo) el o la autora omite o añade información (ingredientes, técnicas culinarias, efectos tecnológicos en la cocina), y espera que su lector o lectora pueda entender el relato, ya que conoce lo que se describe de manera incompleta. En este sentido, el comensal que se sienta a la mesa de un puesto de tacos de cochinita pibil de un mercado en Mérida, espera de antemano un tipo de servicio, ciertos sabores en la comida, y sabe que será necesario agregar chile, limón, salsas (incluyendo a veces una comercial rica en GMS) para hacer el gusto aceptable a su paladar. Este “lector modelo” busca lo conocido, lo seguro y familiar. En contraste, quien se sienta a la mesa de un restaurante reconocido por la creatividad de su Chef, espera una cierta estética en la presentación y busca ser sorprendido por los sabores y texturas en el plato. Este “lector modelo” no piensa siquiera en agregar algo al platillo. Acepta las recomendaciones de maridaje entre comida y bebidas, y se deleita al descubrir lo “nuevo”. En realidad, la cita de Olvera, aun descontextualizada, no muestra desprecio hacia las cevicherías. Todo lo que dice es que cada lugar tiene su propia “gramática” y que el o la comensal la puede leer o entender. 


Esto no quiere decir que olvidemos la dimensión política del gusto. Como sugería párrafos arriba, la percepción de los sabores es social y por tanto, política. La preferencia por cierto tipo de local y de comida expresa mecanismos de distinción y distancia social. Sin embargo, desde los estudios culinario-gastronómicos de la antropología y las ciencias sociales y humanidades en general, necesitamos examinar los procesos por los que un cierto “gusto” se percibe como disposición “natural” hacia ciertos sabores, y las prácticas y discursos por los que esta experiencia sensual y sensorial de la comida puede emplearse como instrumento de diferenciación social.

 


 

1  https://noticieros-televisa-com.cdn.ampproject.org/v/s/noticieros.televisa.com/historia/chef-enrique-olvera-critica-a-quienes-piden-limon-en-platillos/?usqp=mq331AQFKAGwASA%3D&fbclid=IwAR3rpXpbF21LinQlXgpixeZFgHhyDNkxzLLld4O9iG8lDVpPvSjwktSmJ-s&amp_js_v=0.1#aoh=15972105299660&csi=1&referrer=https%3A%2F%2Fwww.google.com&amp_tf=De%20%251%24s&ampshare=https%3A%2F%2Fnoticieros.televisa.com%2Fhistoria%2Fchef-enrique-olvera-critica-a-quienes-piden-limon-en-platillos%2F

 

2 https://bookriot.com/the-42-traits-of-the-perfect-reader/  

domingo, 14 de junio de 2020

El alcohol como alimento y como forma cultural de consumo

Durante esta pandemia del SAR-Cov-2, o Covid-19, las formas de socialidad y consumo han debido redimensionarse y adaptarse. En contraste con lo sucedido en Europa, Canadá y los EE. UU., para mencionar solo unos ejemplos, donde las bebidas con contenido alcohólico han sido consideradas esenciales para el consumo cotidiano de sus ciudadanos confinados, en Yucatán hemos pasado varias semanas de estricta ley seca, y desde el 1 de junio de 2020, con una venta restringida de estas bebidas. Aunque las equivalencias parecen ser proporcionadas en esta racionalidad (que deduzco, ya que no se hizo pública), se permite la compra de una botella de vino o alcohol, o la de hasta 24 cervezas. ¿Cuál es la lógica de esta equivalencia?


Destruyendo alcohol en los EEUU. Movimiento Temperance.

En los medios locales yucatecos, después de terminar con la ley seca fundamentalista, y al reiniciar la venta, aunque con restricciones, han aparecido editoriales en las que se entrevista a especialistas cuyo discurso transparenta un código moralista. Los títulos de las notas, y lo que expresan en los textos, definen a las bebidas con contenido alcohólico como “bebidas embriagantes”. Se informa que en Yucatán se consume, per capita, ochenta litros de alcohol al año (que, si promediamos, equivale a menos de una cerveza diaria). Esta razón moralista permite decir: un vaso de alcohol = una copa de vino = una botella regular de cerveza. Esto es, si mi “misión” del día es emborracharme, debo consumir botella y media de vino, o una botella de ron, o 24 cervezas. En efecto, en una nota de un periódico regional se ha invocado a la cultura para explicar lo enraizado de la borrachera: los hijos e hijas ven a su padre y madre emborracharse, lo consideran “normal” y cuando crecen, se emborrachan, siguiendo los pasos aprendidos en casa. Sobre las cantidades, no se dice que, a diferencia de lo que sucede en otros estados del país, el consumo de bebidas con contenido alcohólico es primordialmente el de cervezas. Esto, por el clima cálido que prevalece todo el año y que una cerveza fría ayuda a mitigar. Esto contrasta con el consumo menos elevado, pero significativamente alto de alcoholes “duros” como el mezcal o el tequila en zonas más templadas y frías de México, donde menos cantidad de mililitros se traduce en mayores cantidades de alcohol en el cuerpo. 


Imagen del cine mexicano: charros bebiendo tequila. 

Esta diferencia es importante, como señalamos Gabriela Vargas Cetina y yo en un capítulo que publicamos en el año 2005 en el libro Drinking Cultures. Alcohol and Identity, editado por Thomas Wilson (el capítulo se titula “Romantic Moods: Food, Beer, Music and the Yucatecan Soul”). En el volumen, los distintos autores y autoras mostramos que del otro lado de la frontera (moral), el alcohol se consume como parte importante y simbólica de la unión familiar y social. Los distintos trabajos examinan su papel positivo en fiestas religiosas, bodas, reuniones de amigos y familiares. Las bebidas con contenido alcohólico no son embriagantes en si, esto es no contienen en si un “diablo” que induce a cometer pecados indecibles durante la intoxicación. 


Bebiendo vodka en Polonia. 

El alcohol es, en el sentido clásico, como muchas otras sustancias, un Pharmakon (remedio, veneno u objeto culpable -- scapegoat): puede tener efectos positivos sobre el cuerpo y la sociedad, o si se abusa puede tener efectos tóxicos. El acetaminofén nos ayuda a bajar la fiebre, pero si consumimos en una sola toma el contenido de un frasco de píldoras es posible que terminemos en la sala de emergencias de un hospital. En el contexto de la pandemia, las bebidas con contenido alcohólico (mal llamadas “embriagantes”) y quienes las consumen se han convertido en culpables ante el discurso moralista que motivó el movimiento fundamentalista de temperance en los EE. UU. a inicios del siglo veinte y que encontró eco en Yucatán, durante ese mismo tiempo, como bien muestra Angélica Márquez Osuna en su tesis de maestría en ciencias antropológicas con especialidad en etnohistoria de la UADY (Los gobiernos del alcohol en Yucatán: Ciencia, orden y voluntad. El ebrio y el alcohólico a través de la gubernamentalidad en los siglos XIX y XX).


Antonio Fabrés. Los Borrachos, 1896

Dentro de la misma ciencia médica se reconocen los efectos saludables del brandy, el vino, la cerveza, cuando se beben en cantidades moderada: ayudan a mejorar el funcionamiento cardíaco, mejoran las cifras en la hipertensión, previenen otros males del sistema cardiocirculatorio, y otros más. Por otra parte, aunque existen estudios dentro de las ciencias sociales que privilegian los efectos sociales nocivos del alcohol (rebeliones campesinas, por ejemplo), o las penas y logros de quienes se unen a Alcohólicos Anónimos, muchos otros y otras antropólogas han examinado los usos sociales, rituales, simbólicos del alcohol y su impacto benéfico sobre la sociedad. Mary Douglas, por ejemplo, editó en 1987 el libro Constructive Drinking. Como el volumen de Thomas Wilson Drinking Cultures, el de Dwight Heath Drinking Occasions(2000),  y el volumen editado por Schiefenhövel y MacBeth (2013) Liquid Bread: Beer and Brewing in Cross-Cultural Perspective, los autores y autoras muestran cómo las bebidas con contenido alcohólico tienen efectos de cohesión social, de afirmación de afinidades sociales, culturales, políticas, que sostienen la socialidad humana, y marcan (inclusive religiosamente) la importancia de distintos momentos en la vida de los individuos, sus familias, grupos de amistades o de la sociedad a la que pertenecen.


Brindis en boda. Imagen del Internet. 

Beber líquidos que contengan alcohol no es malo en si. Mientras en Yucatán de manera casi estereotípica algunos talking heads (cabezas hablantes) de los medios locales acusan a los padres borrachos de criar hijos borrachos, en otros lugares la familia es donde se aprende a beber socialmente, con moderación. Cuando en los 1990s hacíamos investigación en Cerdeña, Italia, entre pastores de ovejas y cabras, era común escuchar: “Quien no bebe en compañía es un ladrón o un espía”. Todas las tardes, después de días intensos de trabajo, los pastores se reunían en el bar (que no es una cantina, es un establecimiento donde se bebe desde agua mineral, y café, hasta cerveza, vinos y grappa) a compartir cervezas y discutir el trabajo del día cumplido y de las semanas que siguen, así como a coordinar sus esfuerzos sobre territorio comunal. En las mesas familiares se servía vino diluido a los menores de edad, y se consumía vino o cerveza con la comida sin emborracharse. Nos parecía interesante (y nos lo sigue pareciendo) que la grappa, un destilado de la uva, fuese una bebida “femenina” y que hombres y mujeres en la región sobrepasan los 100 años de edad en números importantes – tanto así que se considera una de las poblaciones más longevas del mundo. Trasquilar las ovejas era un evento social. Varios pastores (amigos entre si) se reunían para trasquilar cada rebaño, y el resto de los y las participantes preparaban ensaladas, asaban carnes ricas en grasa, y al finalizar el trabajo se comía, se bebía cerveza y vino, y se cerraba la comida con uno o dos copitas de grappa. En Madrid, Sevilla y en creo la totalidad de las ciudades y poblados españoles, jóvenes y adultos salen a las calles a visitar bares donde consumen tapas y beben una cerveza, copa de vino o cava, o un jerez, y siguen su ruta de bares con los y las amigas. La borrachera es más un accidente que algo que se busque voluntariamente (aunque gente adicta existe en todo el mundo). Y en lugares como Finlandia, Rusia y Polonia, el emborracharse con las y los amigos no es visto como algo patológico, sino como algo que subraya los lazos afectivos entre parientes y/o amigos. En todo el mundo, excepto entre evangélicos y musulmanes, el consumo de bebidas con contenido alcohólico es parte de la vida cotidiana, y a lo largo de la historia se han señalado sus efectos positivos sobre la salud. En Yucatán, hace décadas, la cerveza León Negra era considerada parte importante de la dieta de mujeres embarazadas para favorecer la lactancia materna. Hoy, bajo el dictum de la ciencia moralista, se condena el consumo de vino o cerveza durante el embarazo, como si por acompañar una comida con una copa de vino fuese a conducir a la mujer a la embriaguez y crear dependencia en el bebé.


Pastores sardos comiendo en el campo. 

Sin menospreciar los casos de dependencia al alcohol, o sus efectos negativos en algunos casos, es importante reconocer que constituyen un alimento saludable y en muchas sociedades son parte esencial de la dieta cotidiana. Más aún, es necesario reconocer que estas bebidas tienen un valor positivo como cemento de las relaciones sociales. El llamar a estas bebidas “embriagantes” revela un prejuicio moralista hacia el consumo de estas bebidas. Este discurso moralista es frecuentemente revestido como discurso “científico” que condena a los individuos que lo consumen bajo el estigma de alcohólico. Pero quién es o no un sujeto alcohólico es también definido por formas culturales de entender y definir sus formas apropiadas o no de consumirlo. Creo que en el caso local yucateco es importante considerar que la cerveza constituye el mayor ingrediente en los mililitros consumidos anualmente, y no es válido compararlo con el consumo en mililitros de regiones donde se consume, por ejemplo, tequila o mezcal. El clima se combate con, y las relaciones afectivas en la región se renuevan con, el consumo social de estas bebidas de contenido alcohólico. 


Bar de tapas. Sevilla. 

Para concluir, es solo moralismo obcecado el demonizar el consumo de bebidas alcohólicas y señalar sus efectos negativos, especialmente bajo las condiciones de una pandemia que ha obligado a muchas familias a permanecer confinadas en condiciones muy lejanas a las habituales. En estas condiciones, un vaso de vino con la comida constituye un placer que ancla a la persona a un mundo que se le escapa de control; una cerveza (o dos) bien fría permite mitigar el calor cotidiano, y bebida en compañía de sus familiares es un momento que limita el estrés cotidiano; o un vaso de ron en la noche permite relajar a la persona antes de ir a la cama. Una vez más, llamarlas “embriagantes” es condenar moralmente su consumo y a los y las consumidoras de distintas bebidas con contenido alcohólico.


Fiesta con cerveza. 

viernes, 31 de enero de 2020

Los estudios sobre cocina y gastronomía ante la nostalgia antropológica

Un fantasma gira por el mundo: Los estudios sobre cultura culinaria, gastronomía, cocina y comida ganan cada vez más terreno en el mundo. Entre los conservadores de las disciplinas sociales y de las humanidades crece el temor de que los temas “sustanciales” se encuentran amenazados. ¿Comida? ¿Por qué estudiar algo tan cotidiano, tan básico en la reproducción social? Mejor estudiar la explotación, examinar las estrategias para la revolución social.


Lechón al horno en restaurante de Mérida, Yucatán. 2019 

Sarcasmo aparte, muchos de los que nos dedicamos a los estudios sobre cultura culinaria y gastronómica, sea desde la antropología, la sociología, la historia, los estudios literarios, los estudios y crítica cultural, hemos sido descalificados en distintos momentos por colegas que defienden la fe en estudios "tradicionales" sobre los temas "tradicionales" de estas disciplinas. He escuchado, con cierta frecuencia, individuos con enfoques ya ampliamente cuestionados y profundamente cuestionables, ridiculizar a estudiantes o a académicos que nos formulamos preguntas alrededor de temas culinarios. Posiblemente sin haber jamás leído los textos que se producen en estos campos, quisieran ver a antropólogos y antropólogas dedicados exclusivamente al estudio de los indígenas, los movimientos sociales, y las rebeliones o revoluciones sociales (o mínimamente, parecen querer ver estudios que cuestionan la explotación de clases dominadas). Sin descontar el valor de estos estudios, su descontento y rechazo de los estudios sobre temas relacionados con la cocina, gastronomía y comida sugiere al menos dos precondiciones:



En primer lugar, ignoran, temen o rechazan las consecuencias de la crítica a las representaciones que surgió dentro de las ciencias sociales y humanidades desde los 1970. Desde hace más de cincuenta años, antropólogos y antropólogas como Eric Wolf, Sidney Mintz, Talal Asad, Roy Wagner, Regina Bendix, y Regna Darnell (por citar algunos); historiadores como Eric Hobsbawm, David Lowenthal, y Barbara Kirshemblatt-Gimblett; críticos literarios como Susan Stewart, Hayden White; y muchos más, han examinado críticamente las relaciones entre ciertas visiones antropológicas y formas de dominación cultural colonial que, desde el poder textual, han contribuido a la perpetuación de representaciones, estereotipos, y clichés acerca de quienes se encuentran en posiciones subalternas dentro de la sociedad, llámense indígenas, obreros, campesinos, mujeres, y otros grupos sociales. Prefieren ignorar las relaciones entre conocimiento y poder, ampliamente examinadas, por ejemplo, por Johannes Fabian (Tiempo y el Otro), Mary Louise Pratt (Ojos Imperiales) y por Edward Said (Orientalismo), entre muchos autores. De la misma manera, ignoran por elección, ya que se niegan a leer y entender, el diagnóstico de la crisis de las representaciones formulado por George Marcus y Michael Fisher (Antropología como Crítica Cultural), la crítica a las formas de autoridad antropológica argumentadas por James Clifford (Dilemas de la Cultura, Itinerarios culturales) y Laura Nader (Naked Science) entre otros. Por consiguiente, no entienden que, ante las transformaciones aceleradas de la sociedad contemporánea, es imperativo examinar, analizar y criticar lo que Michael Fischer ha llamado "formas emergentes de vida" y, consecuentemente, que es necesario experimentar en la escritura antropológica para redimensionar de manera crítico-reflexiva las posiciones del autor de los textos y de sus relaciones con los y las autoras de las prácticas culturales que analizamos. Estos nostálgicos por una cierta antropología del pasado se asustan ante la multiplicidad de teorías y conceptos que pueden caber en la caja de herramientas que incluye la disciplina antropológica (como bien discute Paul Rabinow en su libro Anthropos Today). En fin, en los últimos cincuenta años ha surgido una gran cantidad de propuestas para actualizar el trabajo antropológico que sujetos infectados por la nostalgia prefieren ignorar, y en esa ignorancia rechazar.


Lechón horneado en León, España. 2019.

En segundo lugar, su crítica muestra un desconocimiento profundo de los estudios sobre cultura culinaria y gastronómica. Si se preocupan por las desigualdades sociales, deberían saber que en 1939, Norbert Elias examinó, entre otras cosas, los cambios en la etiqueta en la mesa a partir del cambio social y económico que atravesó lo que él todavía llamaba "civilización occidental"; que en 1982 Jack Goody analizó las relaciones entre clase social y alimentación; que en 1985 Sidney Mintz se encontraba trazando el recorrido geográfico y social del azúcar como mecanismo de dominación social, económica y cultural; que en 1992 Pierre Nora publicó sus tres tomos de Lieux de Mémoire, donde examinaba con sus colaboradores, entre otras cosas, la importancia de los cafés, los restaurantes y la gastronomía para la identidad nacional francesa. En fin, que desde las distintas disciplinas sociales y de las humanidades se examina constantemente (1) las relaciones entre comida e identidades nacionales, étnicas, regionales y locales; (2) los procesos de cambio cultural y de adaptación a nuevos lugares mediante las adaptaciones culinarias que realizan migrantes de distintas sociedades en sus nuevos lugares de residencia; (3) las desigualdades y relaciones de poder entre los géneros que son mediadas por la comida y por el acto mismo de cocinar; (4) la importancia de la memoria social para distintos grupos en los que la cocina, la comida y el gusto de y por la comida juega un papel importante; (5) de las formas en las que la diversidad culinaria se puede convertir en índice de las desigualdades en la estructura social; (6) que el gusto no es una disposición natural, sino que es social, histórica, y culturalmente construida con efectos a veces efímeros y a veces duraderos sobre las políticas de identidad de género, social, étnica, nacional; (7) que términos aparentemente inocentes como cocina, cuisine, o gastronomía tienen una carga político-social que juega un papel importante en formas nuevas de colonialismo cultural; (8) que los lugares donde se come (restaurantes, fondas, comida de la calle, trucks de comida, cocinas económicas, establecimientos de comida rápida, mercados populares, o en plazas comerciales) ocupan lugares distintos en la estructura socio-económica y dan significado social (tienen un valor de signo) que "marca" a quienes consumen en ellos; (9) que el mercado de alimentos tiene significados que reflejan los valores culturales de distintos grupos sociales, desde los que habitan "desiertos de comida" y solo tienen acceso a comida ultra-procesada, hasta los "virtuosos" veganos, y consumidores exclusivamente de productos locales y orgánicos, pasando por foodies que eligen los mejores restaurantes (o los de moda), y los foodies que eligen comer en los lugares más modestos pues románticamente encuentran en ellos los sitios de lo "auténtico". 


Portada de libro sobre comida y políticas de la identidad regional yucateca, 2012 

Estos y muchos temas más muestran que el estudio de la cocina, la gastronomía, de las prácticas culinarias, permiten ver el espacio de la cocina y a quienes cocinan y consumen la comida como nodos donde se articulan procesos global locales y translocales; distintas fuerzas económicas; cambiantes y contrastantes sistemas de valores que definen de múltiples maneras lo que se come; formas de biopoder ejercidas por el Estado y por corporaciones transnacionales; sistemas y conjuntos de ideas sobre lo que es comer sano y bueno, frecuentemente promovidas por la mega-industria de las dietas y de alimentos "sanos"; miedos (o pánicos) moral-sociales relacionados con prejuicios étnicos, religiosos, y de otros tipos.


Torta de lechón al horno de puesto callejero. Mérida, 2020.

Todavía más: ¿Cómo ambicionar una comprensión de la complejidad de las culturas contemporáneas si no re/conocemos y analizamos el papel de otros estudios? Por ejemplo, necesitamos entender las maneras en las que la industria cinematográfica, las televisoras, los medios sociales basados en Internet, promueven ciertas formas de cocinar y comer. Necesitamos analizar el papel que representantes de la dieta industrial, que cocineras y chefs, que nutriólogos y nutriólogas juegan en la dirección de nuestros apetitos. Necesitamos entender la trayectoria de las ideas sobre la comida y la cocina, sobre cocineras y sobre sus relaciones con la sociedad que se encuentran plasmadas en la literatura clásica y popular. Necesitamos analizar las transformaciones históricas del lenguaje "propio" para referirse a la comida, a la cocina, a sus cocineros y cocineras, y a los consumidores de la comida (no es lo mismo decir de alguien que 'tiene buen gusto', 'tiene buen diente', o es un goloso. Cada expresión revela un código de valores morales, religiosos, éticos para juzgar a los individuos).








Libros sobre la presencia de la cultura culinaria entre migrantes en los EEUU

Así, a pesar de la supervivencia de un cierto conservadurismo nostálgico en la disciplina, gradualmente crecen los estudios sobre la cocina, la gastronomía y distintas prácticas relacionadas con ellas. Como autor, permanezco optimista de que esta nostalgia será desplazada por una ambición disciplinaria por entender la complejidad cultural de los fenómenos sociales, económicos y políticos contemporáneos.


Libro reciente sobre las políticas del gusto en la comida mexicana. 2019